Kōbō Abe ofrece en “La mujer en las dunas” una parábola inquietante sobre la condición humana. La novela, publicada en 1962, nos atrapa con una premisa que parece sacada de un cuento kafkiano: un hombre, en apariencia libre, queda atrapado en un desierto del que nunca podrá escapar. Pero lo que Abe nos muestra no es solo una historia de encierro, sino un espejo existencialista en el que el lector se siente identificado.
La arena, omnipresente en la novela, es una metáfora de la naturaleza implacable de la existencia. No importa cuanta arena retire el Jumpei (el protagonista) esta siempre vuelve a invadirlo todo. Es un trabajo sin fin, como el de Sísifo empujando su roca una y otra vez. Pero a diferencia del héroe trágico, que encuentra en su absurdo destino un acto de rebelión, Jumpei se enfrenta a una transformación distinta: la aceptación.
La idea más perturbadora de la novela no es el encierro físico, sino la manera en que el protagonista, poco a poco, encuentra comodidad en su nueva rutina. Lo que al principio es una pesadilla se convierte en su realidad cotidiana. La resistencia da paso a la adaptación. No hay cadenas visibles, pero sí las más poderosas de todas: la costumbre. En este punto, Abe nos muestra una verdad cruda sobre la psique humana: podemos acostumbrarnos incluso a la más absoluta desesperación.
No puedo evitar asociar la historia con la idea japonesa del gaman (我慢), la capacidad de soportar lo insoportable con paciencia y dignidad. El protagonista deja de luchar con la arena y empieza a cooperar con ella, es algo parecido al comportamiento de la mayoría de habitantes de estas islas que aceptan los caprichos de la naturaleza—tifones, terremotos, olas de calor—sin rebelarse, sino integrándolos en su manera de vivir. Kobo Abe nos hace cuestionarnos si esto es una forma de resiliencia o simplemente otra trampa más del conformismo.
Al final, cuando Jumpei finalmente tiene una oportunidad de escapar, elige quedarse. No porque haya sido domesticado, sino porque ha encontrado un propósito, un IKIGAI. La novela nos deja con una pregunta inquietante: ¿es la verdadera libertad la capacidad de huir o la de encontrar sentido dentro de los límites que nos impone la vida?

